El muralismo mexicano es único, irrepetido y unánimemente valorado y de una descomunal belleza. Tiene una yuxtaposición de órdenes simbólicos, una amalgama continua y popular que junta en un guiso de imágenes lo aborigen, la perversa irrealidad y vaticinio claudicante de los Dioses, la magnificencia de la pureza, el horror, los suplicios; una exacerbado nacionalismo que traspira, suda, empapa y baja desde las paredes y te moja con una ola de emociones e incoherentes pensamientos. Ves las alegorías, las fábulas, las apariciones, las guerras, las matanzas, el reencuadre y la superación de un pueblo ( o los pueblos fundidos en uno ) que ha luchado desde siempre por imponer su carisma, su color, sabor y música.
Miras un mural, de los miles que hay sólo en el DF, y lloras, te sientes aturdido y desembocas en la tempestad gloriosa de México y su gente: tierna, sugerente, solidaria y localista a ultranza.En las imágenes que siguen - tomadas en el Palacio de Gobierno, El Palacio de Bellas Artes, El Castillo de Chapultepec y La Casa de Los Azulejos - se pueden apreciar ( muy mala y mediocremente ) la inmensidad y talento extremo de Siqueiros, Gonzalez Camarena, Diego Rivera y José Clemente Orozco.
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